En su obra maestra “El espejo
enterrado: Reflexiones sobre España y
el Nuevo Mundo”, (1992) el autor
mexicano Carlos Fuentes describe la
génesis de América Latina desde la
época precolonial hasta el presente:
“¿Qué veríamos hoy en el aleph
hispanoamericano? El sentido indígena
de la sacralidad, la comunidad y la
voluntad de supervivencia; el legado
mediterráneo para las Américas: el
derecho, la filosofía, los perfiles
cristianos, judíos y árabes de una
España multicultural; veríamos el
desafío del Nuevo Mundo a Europa, la
continuación barroca y sincrética en
este hemisferio de un mundo
multicultural y multirracial, indio,
europeo y negro. Y veríamos también la
manera como ese pasado se convierte en
presente, en una sola creación fluida,
sin rupturas”.
En las tumbas del antiguo México se
hallaron espejos que tenían por misión
acompañar a los difuntos en su viaje
al más allá. El espejo enterrado
también aparece en la cultura europea.
Basta recordar al “Caballero de los
Espejos” de Cervantes, en cuyo espejo
se ve reflejado todo aquello que Don
Quijote había leído y tomado como
cierto.
Incluso en el Museo del Prado, en
Madrid, Velázquez se autorretrata
pintando “Las Meninas”. Sin embargo,
en el fondo del cuadro, un espejo
revela a los verdaderos testigos de la
obra: nosotros y ustedes.
Enterrados en escondrijos a lo largo
de las Américas, los espejos cuelgan
ahora de los cuerpos de los más
humildes celebrantes en el altiplano
peruano o en los carnavales indios de
México, donde el pueblo baila vestido
con tijeras o reflejando el mundo en
los fragmentos de vidrio de sus
tocados. El espejo salva una identidad
más preciosa que el oro que los
indígenas dieron, en canje, a los
europeos.
En otros tiempos, América fue un
“continente vacío”, en alusión al
hecho de que este continente fue el
último en ser ocupado por el hombre
unos 20.000 años atrás. Sus habitantes
llegaron siempre desde otras
latitudes, primero desde el norte de
Asía pasando por el estrecho de
Bering, luego desde Europa y
finalmente desde África en contra de
la voluntad de quienes arribaron al
continente.
La historia y cultura de América
Latina se basa en esta composición de
tres etnias.
En la medida en que un pueblo de
Mesoamérica pasa a convertirse en un
santuario, del que surge una ciudad
primero y luego un imperio, nace la
creencia de que el mundo no fue creado
una vez sino varias veces. De hecho,
el calendario de los aztecas habla de
cinco soles. Cuatro desaparecieron
como consecuencia de sucesivas
catástrofes, de las cuales algunas
siguen asolando nuestras ciudades
hasta el presente. En un imaginario
diálogo con sus hijos, los aztecas
bien podrían haber dicho que el quinto
sol sólo sigue brillando gracias a los
sacrificios humanos. ¿Incluirían esos
sacrificios también la violencia
urbana de nuestros días?
Desde siempre, el continente americano
vivió entre el sueño y la realidad,
vivió el divorcio entre la buena
sociedad que se desea – la memoria de
la felicidad está en el origen mismo
de América - y la sociedad imperfecta
en que se vive.
El Salón de los Pasos Perdidos
El diálogo entre “nosotros” y
“vosotros”, al que Velázquez alude en
“Las Meninas”, es el que también
recogen los cuatro enormes espejos
situados en el centro del Palacio
Legislativo. Pero mientras que el
pintor español retrata una escena
familiar en la Corte, los espejos en
el Parlamento de Uruguay involucran a
la sociedad en un diálogo con el
espacio político.
Vanitas y VERITAS, ilusión y realidad,
visibilidad e invisibilidad,
reivindicación democrática y tradición
elitista, son apenas algunas de las
dicotomías con las que nos
reencontramos en los espejos.
El hecho de que el grandioso recinto
lleve el nombre de “Salón de los Pasos
Perdidos” le otorga a este escenario
político una dimensión casi poética,
tanto más si tenemos en cuenta que el
nombre recuerda la novela homónima de
Alejo Carpentier, en la que el
protagonista busca en la selva del
Orinoco el instrumento musical más
antiguo del mundo.
El Salón de los Pasos Perdidos
pertenece a esa rara especie de
recinto de la que no podemos evadirnos
y en cuya percepción no podemos estar
seguros si un dios está a punto de
aparecer en el salón, o si acaba de
abandonarlo. En cualquier caso, el
espacio está impregnado de un aura
sacra.
En su magistral conferencia
“Construir, habitar, pensar”, Martin
Heidegger destaca la diferencia en
latín entre aedificare y colere:
mientras aedificare se refiere a la
arquitectura en sí, collere alude al
acto de cuidar y atender. Es esta
última acepción la que cobra un
significado especial en el contexto de
la bienal, por cuanto explora una y
otra vez la distancia entre el hombre
y el arte.
Cada una de las más de cien bienales
artísticas en todo el mundo vive de su
espacio específico y de su interacción
con la ciudad y el país que la
alberga. Sean casamatas españolas del
siglo XVII en La Habana, almacenes en
Estambul, patios españoles coloniales
en Cuenca, una ex escuela judía de
señoritas en Berlín, un penal en
Ushuaia, un banco y una iglesia en
Montevideo, o un modernista clásico de
Oscar Niemeyer en San Pablo, cuyo
“cubo blanco” desnuda sin piedad toda
debilidad de una obra; en cualquier
caso siempre será un lugar emblemático
el que le otorgue un rostro propio y
un carácter inconfundible a la bienal.
Ningún espacio se parece al otro y
ningún relato se repite. Es probable
que esa sea una de las razones por las
cuales se conserva intacto el
atractivo de las exposiciones.
En la medida en que las bienales
descubren salones y lugares hasta
entonces fuera del alcance del arte,
el arte contemporáneo adquiere
posibilidades insospechadas en cuanto
a intervenciones políticas, sociales y
culturales con todas las consecuencias
positivas posibles para la
interpretación de la historia, la
democratización de la sociedad y la
proyección de modelos hacia el futuro.
Es posible que el verdadero secreto
del éxito mundial de las bienales,
auténticas metáforas transitables,
radique en esta reinterpretación y
revitalización de espacios que
muestran al público la ciudad desde
otro ángulo.
La Bienal de Montevideo es
probablemente la única en el mundo que
se lleva a cabo dentro de un
parlamento. El espacio plantea de por
sí un desafío especial. El contexto
político brota prácticamente de manera
natural, sin que por ello la
exposición deba estar dedicada a la
política cotidiana.
Sin embargo, ante la precariedad de un
mundo en el que la miseria, las
guerras, los daños ambientales, la
exclusión social y la discriminación
cuestionan la supervivencia de la
humanidad, también el arte vuelve a
ponerse en tela de juicio.
En un mundo en crisis, la ausencia de
puntos de contacto entre diferentes
civilizaciones deriva en un vacío
peligroso. Diferencias culturales que
en principio podrían ser productivas,
adquieren carácter absoluto,
volviéndose así insalvables.
En el marco de la bienal interesa
conocer de qué manera estas
devastaciones del mundo real y de las
relaciones interhumanas se plasman en
el arte. Como las obras de arte son
más que meros datos de la realidad, la
condensación artística de fenómenos
reales será también siempre más
ambigua y compleja que un simple
informe. Esta regla se aplica incluso
cuando el artista se sirve de la
fotografía y el video, dos medios a
los que se le adjudican gran
proximidad con la realidad. Si bien
los artistas están insertos en los
conflictos, no por ello duplican el
mundo, sino crean espacios de libertad
dentro de esa realidad.
La gran cantidad de estrategias de
documentación que en los últimos años
pudieron observarse en las
exposiciones internacionales, sugieren
que se va desvaneciendo la confianza
en el poder de la estética. Parece ser
también el caso de la literatura, un
ámbito en el que obras periodísticas,
biográficas y libros de consulta y
autoayuda están desplazando a la
ficción. Ante el estado precario del
planeta y la urgencia de sus
problemas, los artistas y curadores
parecen buscar la salvación en
análisis científicos, informes y
ensayos discursivos de la realidad, en
desconocimiento flagrante de las
posibilidades que encierran los
procesos estéticos.
Las colonias de arte, sin embargo, son
lugares de apartamiento, islas de
resistencia en el mar de la
uniformidad. El arte revela las capas
interiores del mundo que un enfoque
superficial, sea de naturaleza
política o sociológica, no alcanza a
percibir. Mucho habla incluso a favor
de que el arte ha sustituido a la
filosofía como la gran intérprete del
mundo.
Toda experiencia estética es un
proceso profundamente subjetivo que
fortalece al individuo, lo que a su
vez es una condición fundamental para
el desarrollo de una sociedad
democrática y moderna. La misión
social es inherente al arte; no es
necesario ordenarla.
La bienal es una zona extraterritorial
en la que los artistas edifican sus
asentamientos utópicos. Es un
reservorio protegido en el que se
escurren las corrientes comerciales y
fracasan las estrategias políticas. Se
interpreta como último diferencial
acumulador de la masa crítica y la
energía positiva que generan las
condiciones necesarias para la
transformación social y permiten
vaticinar nuevas formas de la
convivencia humana. Toda generación de
artistas está convocada a
redimensionar esta tierra de nadie y
delinear sus contornos.
Los cuatro espejos en el Salón de los
Pasos Perdidos son testigos mudos,
incorruptibles de esta creación, y los
aliados más confiables de los
artistas.
Curador General, Alfons Hug
Artista(s) / Muestra
Lugar...
Horarios
Palacio Legislativo. Salón de los Pasos Perdidos.
Palacio Legislativo, Puerta Avenida Gral Flores (Montevideo)
tel.
Lunes a Sábados de 10 a 20 hrs Domingos de 14 a 20 hrs