Contención y síntesis en la obra de Juan de
Andrés
“Entre la mesa y el vacío
hay una línea que es la mesa y el vacío
por donde apenas puede caminar el poema”
Roberto Juarroz1
Hace mucho tiempo, en otras tierras, conocí a un
artista cuyos bocetos y maquetas escultóricas
guardaban enormes proporciones. Medían,
aproximadamente, treinta metros de alto por diez
de ancho y cinco de profundidad. Aquellos
volúmenes se veían como grandes piedras o torres
ensimismadas. Verdaderos edificios que
contrastaban como oscuros gigantes de pie a la luz
del poniente. Trabajaba sin ayudantes: la labor de
cada maqueta le insumía meses y hasta años.
Construía sus propias poleas, andamios, grúas y
contrapesos con piedras que recogía del campo
cercano. No descansaba hasta el final de la jornada.
Pues bien, a partir de esas gigantes y demoradas
maquetas, el escultor confeccionaba por las noches
piezas minúsculas, precisas como relojes, que
podían caber en una mano. Las verdaderas
esculturas eran las pequeñas. No eran réplicas a
escala ni miniaturas de las maquetas gigantes. Se
inspiraban en los enormes bloques abocetados en
el espacio para alcanzar en la diminuta obra
concluida, la síntesis auténtica. El artista
necesitaba explayarse primero sobre el espacio,
avanzar sobre un abismo de aire y de luz para
luego, en un retraimiento brutal y meticuloso, que
era también una contracción de su espíritu, llegar al
núcleo de todo, a la unidad recobrada y perfecta.
Me apresuro a decir que este escultor no es Juan de
Andrés, cuyos procedimientos creativos son otros y
sus obras terminadas no son exiguas como las del
relato. Pero cierto es que esta fábula del escultor de
los ejercicios desmesurados surge al contemplar la
concisión y el acabado de sus ensamblajes. Ante
ellos el observador se pregunta cómo es posible tal
equilibrio entre las formas geométricas y la textura
de los materiales. Hay también un balance exquisito
entre las relaciones que establecen los planos entre
sí, relaciones de una claridad que insinúa estudios
de escala llevados a cabo con sofisticados
instrumentos y herramientas de difícil calibración.
No, todo es artesanal, y el artista trabaja en
solitario, puro ojos y manos, como el escultor de la
fábula.
A quienes conozcan la trayectoria de Juan de
Andrés esta actitud de obsesiva precisión que
bascula entra la racionalidad geométrica y la
sensibilidad de la materia, no habrá de
sorprenderlos.2 Es una obra edificada con
sobriedad y detenimiento, y que a partir del siglo
XXI encuentra una línea de trabajo estable, un cierto
estilo ¬aunque esta palabra, transcurridas las
neovanguardias, suene demodé– .
Para los espectadores avisados, es necesario, por
tanto, señalar algunas variaciones en estos últimos
trabajos. Retoma las prácticas de ensamblaje
cuando a fines del siglo pasado el artista realizó
cajas con bisagras de metal – que entonces eran de
talante más rústico– . Las cajas se exhiben siempre
abiertas y en la vertical, adosadas a la pared como
un cuadro, donde asoma por la mitad el brillo
metálico de los goznes.
En una producción artística que evoluciona y se
decanta en la ausencia de énfasis y llamadores de
atención, esta aparición dorada, eléctrica, de las
bisagras, introduce un nuevo sentido y cambia la
manera en que observamos su trabajo.
Una vez advertidas –con su potencial movimiento
de repliegue– las bisagras parecen multiplicarse en
la ilusión de otros detalles y espacios flexibles,
como si las separaciones interiores de los
ensamblajes dieran lugar a dípticos y trípticos. Esta
latencia –sutil pero no por ello menos real–
conduce a las composiciones abstractas en la
misma dirección de las tradiciones centenarias del
retablo, mixturando en un gesto económico el
legado de las vanguardias históricas –la
abstracción, su impronta rupturista– con el carácter
sagrado de ciertas creaciones artísticas. De hecho,
la madera se deja ver en pulidas vetas y los paños
grises y el lino adheridos a los planos netos,
también sugieren la nobleza de los materiales
sacros.
“Ser abstracto hoy es ir en contra de la corriente”,
señala de Andrés.3 El auge de los medios digitales,
la supremacía en el mercado de otras expresiones
volcadas a lo conceptual e incluso el eterno retorno
de la pintura figurativa, ganan el campo del arte
contemporáneo, que en su diversidad –o en si
indiferencia– acoge por igual a tirios y troyanos.
Pero no es la elección de lo abstracto aquello por lo
cual el artista se aleja de la corriente principal, sino
más bien por su sentido de la contención, una
férrea disciplina y la ausencia de efectismos. Ya se
ha dicho: “Juan de Andrés […] muestra un soberbio
uso de una medida fundada en la calidad
compositiva. En tanto geometría que prioriza la
sensibilidad, no emplea una medida que obedezca
recetas, prototipos axiomáticos. Es una medida que
subordina la tradición constructiva a los
requerimientos de una poética formal.”4
Luego de un primer contacto juvenil con la escuela
torresgarciana, el artista parte –o el exilio político lo
empuja– hacia otras tierras y a la búsqueda de un
discurso plástico propio. El conocimiento del
minimalismo, la amistad con otros artistas –como
los uruguayos Nelson Ramos y Washington Barcala–,
el estudio de los madí y diversas tendencias
geometristas, confluyen en la conformación de una
mirada personal donde campea la estructura y un
manejo adocenado del tono. Es una obra gramática
que se construye por adhesión y sustracción de
fragmentos, de planos y relieves –constructiva, al
fin y al cabo, pero no torresgarciana– cargada de
intuiciones y de reminiscencias táctiles y en donde
el valor de la materia despunta: las urdimbres
apenas perceptibles, el borde de la madera
dulcificado por la tela, los colores que van del negro
pizarra al lino crudo pasando por el tabaco y el
granate. Todo entonado y milimétricamente
provisto de separaciones, de cortes francos, de
hendiduras como túneles o avenidas silenciosas, es
decir, una opera aperta (Umberto Eco) carente de
desbordes expresivos.
Por este sentido de contención Juan de Andrés evita
también titular las obras. Sería engañar al
espectador: más que allanar sus búsquedas,
despistarlo. En cambio, los títulos como meras
fórmulas de archivo o indicadores de un registro
más o menos neutro y sistematizado, obligarán al
observador a centrar su atención en las relaciones
formales y colorísticas. No obtendrá explicaciones
fáciles. No reducirá con los títulos el amplio abanico
de significados transformando a dichas obras en un
enunciado de otra cosa que no es o de otra idea
que no hay.
En esta decena de piezas que hoy nos convoca de
Andrés evita también –diríamos que con un rigor
neoplasticista– la presencia de las diagonales.
Pienso en la poesía vertical de un Juarroz, donde la
palabra vertical subraya la condición de un signo
“indeclinable”, de destino brutal, directo, de una
verdad sin cortapisas. Horizontales y verticales
juegan su verdad transparente, se disputan vectores
de reposo, de ascensión y descenso.
También aquí asistimos a al muestrario de
pequeñas maquetas y collages, antesala de obras
mayores. El artista dibuja mucho, toma apuntes. El
dibujo, los collages y las maquetas no funcionan
exactamente como bocetos preliminares sino que
sirven para “elaborar un pensamiento”. En el
proceso creativo el proyecto sufre modificaciones.
Elementos que se habían previsto desaparecen y
otros entran en escena, por la incidencia de la luz,
por las sugerencias de la materia, por el ojo y la
mano que no cesan de elaborar. En estas obras de
pequeñas dimensiones quedan como encriptados,
empero, los procesos que hacen a la obra mayor,
como una fotografía que recogiera un instante de la
labor del artista. Ya se pueden apreciar los varios
estratos, ese delante y detrás de la obra, esas
instancias o estancias donde hay partes semiocultas
y donde el tratamiento de las texturas –papeles
artesanales, negras lijas que absorben la luz–
anuncia la exploración que se hará con otros
componentes de mayor porte. “Me gusta de la
exposición que se vea tu pelea”, afirma el artista en
alusión a estos ejercicios.5 Ante ellos adivinamos la
faceta docente de Juan de Andrés y una visión
general del arte como búsqueda de síntesis,
inalcanzable pero necesaria. Como el escultor del
relato inicial que no escatimaba esfuerzos ni
evitaba grandes obstáculos para lograr la unidad
prístina, el discurso plástico de Juan de Andrés no
está tanto en el hallazgo de resultados –en la obra
consumada– como en la idea de un proyecto
utópico que se manifiesta en el hacer meditado, en
una labor sin concesiones, en un humanismo que
es horizonte y también destino vertical, ineludible.
Pablo Thiago Rocca
Salinas, marzo 2015
***
1. Poesía Vertical. Antología mayor, Ediciones
Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1978.
2. “Ya en la década de los 90, su trabajo en el Taller
lo llevó a fundar, con un grupo de alumnos, entre
ellos Pedro Font, Fernando Castillo, Josefa
Hernández, Ma Carmen Ríos y Artur Jiménez, el
grupo constructivista Rasen, que tuvo una vida no
demasiado larga pero sí intensa. Rasen, Razón y
sensibilidad.” Rosa Queralt en L’ Escola de Juan de
Andrés. Un llegat per a Sant Boi. Ajuntament de
Saint Boi de Llobregat, Barcelona, 2014.
3. Entrevista en su casa taller de Montevideo, 4 de
marzo 2015.
4. Alfredo Torres, “Jugando a las suposiciones”,
catálogo de la exposición Arquitecturas de la
memoria de Juan de Andrés, CCE, Montevideo,
2007.
5. Entrevista en su casa taller de Montevideo, 4 de
marzo 2015.