Pese a que la obra de Gorki Bollar (Montevideo,
1944) ha recibido una gran aceptación en Holanda,
donde vive y trabaja desde hace décadas, en
Uruguay sus pinturas son escasamente conocidas.
Alumno de José Gurvich, integrante y fundador del
Taller Montevideo de importante actuación en
Europa, Gorki ha mantenido un perfil bajo, con una
obra singular que lo aproxima a los “primitivos” –
tanto contemporáneos como a los pintores así
llamados previos al Renacimiento– y que ha
decantado hacia la sutileza de la composición y el
encanto del color. A más de cuatro décadas de su
partida de Uruguay se ha logrado reunir media
docena de pinturas, una quincena de dibujos, más
una serie de fotografías, documentos y catálogos
que nos brindarán la posibilidad de conocer su
trayectoria.
Ante algunos cuadros de Gorki Bollar hemos
sentido la misma sensación de extrañeza y vértigo.
Sus obras parecieran traducir al lenguaje plástico
un psiquismo ascencional, auténticamente
positivo.Los personajes de sus pinturas están allí
cumpliendo no se sabe qué simbólica tarea, que a
todas luces, y por más enigmática que parezca,
resulta tremendamente útil para su propia diégesis,
su mundo narrado. Tal vez no haya nada de
extraordinario en montar una bicicleta, pasear un
perro, observar una embarcación. Pero la forma en
que estos actos se presentan disociados y al mismo
tiempo conectados por un delgado hilo de
expectación, convierten a los cuadros de Gorki en
un espacio de trascendencia: algo ha sucedido o
algo sucederá o algo está sucediendo entre
nosotros, presencias diminutas que habitamos este
universo luminoso y transparente.
A menudo las pinturas de Gorki acusa una
perspectiva con puntos de fuga muy pronunciados:
simulan ventanas por donde nos asomamos para
escrutar el misterio de su cotidianeidad. Pero, en un
juego especular que conviene a esta lógica de los
sueños lúcidos, también los personajes de sus
cuadros son convocados a observarnos. Provienen
directamente desde distintas zonas de la fulgurante
ciudad pintada para contemplar al observador del
cuadro –del mismo modo que antes debieron
detener su “mirada” en el creador durante el acto
demiúrgico de los pinceles– y pareciera incluso que
pospusieran para ello sus actividades o hicieran un
alto en la jornada.
El cuadro es una zona de intercambio de miradas
entre personajes y personas, y esta doble
interpelación, por su extravagante lucidez y su
calculado avance, opera como “un falso despertar”
en términos oníricos, es decir, un trasvasamiento de
los planos ficticios y reales. Desde “aquel otro
lado” –que es la pintura y el mundo interior de
Gorki–, los habitantes también parecen animados
por una curiosidad dirigida a nuestra peripecia
mundana, y han llegado a la misma, precisa y tal
vez incómoda –en tanto cuestiona también su
estatus ontológico– situación del voyeur.
Texto del curador de la muestra Pablo Thiago Rocca